Las chicas de oro
Marta y, detrás, las chicas de oro con sus porteadores |
Se acercaba el día álgido del viaje, el del trekking por los Montes Virunga para ver a los gorilas de montaña. Como esa visita se hace en grupos pequeños, de no más de ocho personas (cada grupo visita una familia de gorilas), uno de ellos se forma con la gente que tenga algún problema físico. Marta, que sufre una rodilla crónicamente y yo, que arrastraba una lesión en la pierna desde hacía meses (el deporte es malo para la salud, ya se sabe), nos inscribimos en él. También lo hizo un matrimonio de nuestro tour,caracterizado porque no había nada que les contentase; a su lado el pitufo gruñón era el ser más feliz del Universo: vaya mierda, el camión es incómodo, no pienso dejar propina, quiero ver a los animales a un metro... En este caso no es que tuvieran problemas físicos sino que, como me dijo él: "Si puedo andar sólo 45 minutos para qué voy a hacerlo 2 horas".
Así, con dolor de cabeza por los constantes comentarios de Torrente -él era la genuina versión catalana-, llegamos al centro de visitantes del Parque Nacional de los Volcanes, donde se reúnen los rangers a primera hora de la mañana para determinar la posición de cada familia de gorilas y donde se completan los grupos de visitantes. Aquí nos adjudicaron a las citadas chicas de oro, tres californianas octogenarias con los rostros tan estirados por la cirugía estética que parecían llevar los papos grapados a las orejas.
Nos pusimos en marcha. Cada una había contratado tres porteadores: uno llevaba la mochila, otro el jersey y el tercero la cámara fotográfica. Aún así apenas habíamos recorrido 400 o 500 metros cuando me pareció oir la respiración de Darth Vader; eran ellas, que ya no podían más. Hicimos un descanso pensando que la cosa no pasaría a mayores, valga la redundancia; al fin y al cabo, calculábamos, apenas quedarían 20 minutos según el programa previsto. Pero, al ritmo que marcaban las recauchutadas ancianas, ese tiempo se convirtió en un maratón de 2 horas en las que, entre los refunfuños de Torrente, cada vez en voz más alta, únicamente se podía avanzar 5 minutos, teniendo que detenerse otro tantos para que revivieran. A eso hay que sumarle la hora que pasamos con los gorilas que, eso sí, fue la más corta de nuestras vidas, tal como había profetizado Laura, nuestra guía en el viaje.
Al fondo: los porteadores preparan las angarillas |
Al final los del pelotón de los tullidos empleamos más tiempo -casi 5 horas- que el resto, que esperaba con inquietud. Como ya conocían a Torrente, pensaban que el espalda plateada se lo había cargado, harto de aguantarlo. Lo gracioso es que al día siguiente, en el aeropuerto de Kigali, nos encontramos a una de las Chicas, que se deshizo en innecesarias disculpas aún traumatizada por los exabruptos de Torrente. Aunque era la mayor, con 83 años, no sólo había aguantado mejor que sus compañeras sino que tomaba un avión de regreso ¡porque tenía que trabajar! Las otras dos continuaban viaje por Sudáfrica, Namibia, Botswana... Me pregunto si sobrevivirían.
Comentarios
El problema de Torrente, igual que el de la película, es que tenía gracia un rato pero aguantarlo todo el día era una tortura.