De Cestio a Gramsci, pasando por Shelley y Keats


En la antigua Roma ya había modas. Si durante mucho tiempo fue costumbre entre los hombres ir perfectamente afeitados, luego se estiló llevar barba y las mujeres cambiaron sus peinados más o menos sencillos por otros de rizos que hoy permiten a los historiadores y arqueólogos diferenciar períodos.

Pero el marcar tendencia, como se dice hoy, se extendió a otros campos. Uno de ellos el arquitectónico. La conquista de Egipto no sólo llevó a la capital mundial la religión faraónica -los romanos aceptaban y asumían todos los cultos- sino muchos elementos decorativos del país africano. Y, claro, ninguno más representativo que la pirámide.

Por eso el pretor, tribuno y sacerdote Cayo Cestio Espulón eligió esa forma para su mausoleo en el año 12 a. C. Eso sí, de dimensiones más modestas (36,40 metros de altura por 30 de lado) y un ángulo más agudo que sus homólogas egipcias. Según una inscripción que aún puede leerse en una de sus caras, tampoco tardó en construirse tanto como ellas: sólo 330 días. En cambio, sí se parecen en la capa de materiales nobles que las recubrían (mármol, en este caso, tapando el simple ladrillo) y en su interior, decorado con pinturas al fresco.

Como es la única pirámide que queda en la capital de Italia -las otras dos, que estaban en la Piazza del Popolo y en la Vía della Conziliazione, han desaparecido- surgió una leyenda que la identificaba con la tumba de Remo, el hermano del fundador de Roma, Rómulo. Pero al césar lo que es del césar y a Cestio lo que es de Cestio.


Para verla hay que ir hasta la maciza Porta de San Paolo, un castillete de ladrillo rojo, donde aún quedan restos de la muralla Aureliana de la que llegó a formar parte en el siglo III d. C. Pero para contemplarla por todos sus lados es necesario entrar en el Cimitterio Acatólico (Cementerio Protestante) que hay extramuros, uno de los rincones más apacibles de la ciudad, un remanso de paz en medio del tráfico caótico, que, al estilo de los camposantos anglosajones, hace las veces de parque, con verdes prados y cipreses (¡y naranjos!) donde buscar sombra.

La recomendación de su visita no se justifica sólo por ver la parte trasera de la Pirámide Cestia (como allí la llaman) o como área para descansar (aunque muchos descansen en paz en su subsuelo), sino por el atractivo turístico de saber que allí fueron enterrados dos de los más grandes poetas de la literatura en lengua inglesa: Percy B. Shelley y John Keats.

En la tumba del primero, que se ahogó a los veintinueve años cuando una tormenta hundió su yate en la costa italiana, se inhumaron sus cenizas, en una sencilla tumba. En el mismo cementerio reposa también uno de los hijos que tuvo con su mujer Mary Wolstonecraft (la autora de Frankenstein), muerto de fiebres aún niño. Una minúscula lápida cuadrada señala el sitio, justo tras la pirámide (en la primera foto del post, al fondo a la izquierda).

En cuanto a Keats, Shelley le había invitado a establecerse en Roma para intentar que el clima le aliviara la tuberculosis, pero la enfermedad le venció un año después, cuando tenía veinticinco. Curiosamente, la lápida (foto inferior) no le identifica pero sí un epitafio que él mismo dejó: Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua.


El camposanto, salpicado de bellos sepulcros y monumentos firmados por artistas de renombre como el escultor Thorwaldssen, acoge los restos de más personalidades, caso del filósofo Antonio Gramsci, inhumado frente a la capilla, o los hijos de Goethe y Von Humboldt, entre otros (a la entrada se puede comprar un plano para localizar todas las tumbas, aunque algunas están indicadas con carteles). 

Un detalle especial es el anuncio de la hora de cierre en varios idiomas que se oye por los altavoces, acompañado de la música de El cazador. Y, por supuesto, los gatos que viven entre las lápidas y se acercan amistosamente, no en busca de comida, pues están bien rollizos, sino como para aumentar la placidez del visitante.

Fotos: JAF y Marta B. L.

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