Las huellas de la Operación Antropoide en Praga (I)


El Mercedes verde avanzaba sobre el empedrado de la calle Rude Armady de Praga con su capota hacia atrás, dejando ver las siluetas de sus ocupantes: un conductor y el pasajero del asiento de atrás, ambos tocados con sus inconfundibles gorras en las que brillaba la insignia plateada de una siniestra calavera. Al llegar a la curva de Holeschowitz redujo su velocidad y un miliciano dio la señal con destellos de un espejo. Había llegado el momento y Josef Gabcik, soldado checo reconvertido en comando por los británicos, salió de su escondite, apuntó con su fusil ametrallador y apretó el gatillo pero los nervios le hicieron olvidar quitar el seguro. Presa del pánico, creyendo que se había encasquillado, arrojó el arma e intentó huir.

El coche se detuvo bruscamente. Ni a Klein, el chófer, ni al obergruppenfüher, el pasajero, les había pasado inadvertido el incidente. Ambos sacaron sus pistolas pero entonces apareció Jan Kubis, otro comando, y arrojó una granada. La explosión afectó la parte trasera derecha del automóvil, hiriendo al oficial quien, pese a todo, pudo bajarse y disparar. Luego, envuelto en sangre y con la espalda llena de esquirlas, se derrumbó. Era el 27 de mayo de 1942 y la Operación Antropoide acababa de alcanzar el éxito, aunque sus protagonistas no lo sabían y pensaban que habían fracasado.

Reinhard Heydrich
Este plan fue concebido en Londres para eliminar al proclamado Protector de Bohemia y Moldavia, segundo jefe de las SS, líder de la Gestapo y, se decía, uno de los potenciales sucesores de Hitler: Reinhard Heydrich, que gobernaba lo que hoy es la República Checa con mano de hierro, hasta el punto de ser conocido como el Carnicero de Praga por el medio millar de personas que ordenó ejecutar para acabar con cualquier disidencia. Paradójicamente y gracias a ello, este prototipo racial del régimen, tan frío e implacable que el propio Himmler le temía, gozaba de cierta popularidad local ya que su excelente gestión económico-socia había enriquecido al país. Por eso Churchill consideraba fundamental quitarlo de en medio.

Tras el atentado, los dos autores se escondieron con sus compañeros de la Resistencia en un templo barroco de 1730 dedicado a san Carlos Borromeo que había sido reconvertido en iglesia ortodoxa: la de San Cirilo y San Metodio. Allí permanecieron unos días mientras los nazis ponían patas arriba la ciudad en su busca, llegando a ofrecer 100.000 coronas de recompensa. Hitler mandó destapar la caja de los truenos y los pueblos de Lídice y Lezdsky fueron arrasados para dar ejemplo, exterminándose a toda su población excepto 11 niños considerados "germanizables", que se entregaron a familias alemanas.

Jan Kubis y Josef Gabcik
Pero nada de eso le sirvió a Heydrich. Aunque llegó por su propio pie al hospital, se empeñó en que sólo le atendieran médicos alemanes de confianza, perdiéndose así un tiempo vital para curarle. Cuando al fin le operaron la septicemia era irreversible y terminó con su vida el 4 de junio. Se había cumplido la maldición que condenaba a muerte a quien se pusiera, sin tener derecho a ello, la corona real custodiada en el Castillo de Praga. Heydrich lo había hecho con suficiencia nada más instalarse en él, igual que prescindía de escolta porque pensaba que el miedo que inspiraba su figura la hacía innecesaria.

Karel Curda
Poco les duraría la alegría a  los comandos, puesto que un colaborador les delató a la Gestapo para intentar evitar la represión que se estaba desarrollando -4.600 muertos-... y de paso cobrar la recompensa. Se llamaba Karel Curda y al acabar la guerra fue ejecutado por los aliados, acusado de traición. Centenares de soldados de las Waffen SS rodearon la iglesia e intentaron asaltar la cripta, donde los comandos se habían hecho fuertes. Sin embargo, todos los esfuerzos por tomarla fueron inútiles porque las únicas entradas eran una trampilla en el suelo del templo y un ventanuco diminuto. 

Probaron a tiros, con bombas de mano, con lanzallamas e incluso intentaron inundarla bombeando agua por la ventana; todo en vano. El combate se prolongó así durante 6 horas al precio de 14 muertos y 21 heridos pero, finalmente, los defensores, viéndose perdidos, decidieron suicidarse. El único que no lo hizo fue Jan Kubis porque estaba gravemente herido por una granada pero falleció poco después.

Los escenarios de esta fascinante historia, tan real como terrible, aún pueden verse en Praga hoy en día, con especial interés para la cripta, ahora transformada en museo-memorial. Lo vemos en el próximo post.

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