Exeter. El primer viaje de Toni Kuakman (II)

Segunda parte del relato iniciado en el post anterior y que nos facilita el inefable Toni Kuakman narrando su estrambótica estancia en Exeter hace ya muchos años, cuando aún estaba descubriendo su vocación viajera y empezaba a poner en práctica el arte de meterse en líos allá donde fuera (con excelsa diligencia y gracia suma, todo hay que decirlo).


Uno de los aspectos más curiosos de aquel viaje a Inglaterra fue el contexto histórico, ya que coincidí con la boda del siglo: la del príncipe Carlos y Lady Di. El país estaba fuera de sí, como si los contrayentes fueran familia de todos y cada uno de sus habitantes. Un paroxismo, al que era imposible sustraerse porque el merchandising nupcial aparecía por todas partes de manera que hasta en el lugar más insospechado se topaba uno con las reales orejas o el rubio flequillo, desde juegos de té a mochilas, pasando por bayetas, pegatinas, carpetas, ceniceros y hasta papel higiénico. Como imaginarán, Miss Witch tenía una buena colección de piezas temáticas y el día de la ceremonia parecía estar en el séptimo cielo: al igual que sus vecinas, se adornó la cabeza con un velo (los hombres llevaban caretas orejonas) y salió a celebrarlo con ellas a la calle, que se había revestido de  la Union Jack hasta el agobio.

Boda non stop

Esa jornada, como las inmediatamente anteriores, la bruja se empeñó en que practicase mi inglés hablando de todo ello y yo sólo podía aligerar la sobrecarga de azúcar desviando la conversación hacia el punto de salida de la real luna de miel, Gibraltar, narrándole cómo sus antepasados se lo habían pirateado a España con sus históricas malas artes. Pero mi anfitriona no se enfadó porque, sospecho, no entendió una palabra de lo que le dije, ignoro si por mi defectuosa pronunciación o porque estaba bajo el hechizo atolondrante y ñoño de aquel 29 de julio de 1981.


El tradicional buen gusto británico

Ya que lo menciono, yo iba a clase de inglés por las mañanas y después solía quedar con unos amigos españoles junto a la catedral de Exeter. Es un templo gótico (con influencias normandas), construido en el siglo XV sobre otro anterior del XI, que pasó a ser anglicano una centuria más tarde, tal como se deduce de la vecina estatua de Richard Hooker, teólogo de esta corriente que además era natural de esa ciudad. El edificio es un poco raro por fuera, ya que no presenta grandes torres y sí una gran fachada con un enorme arco central ojival; pero por dentro resulta espectacular, con una enorme bóveda intensamente nervada -la mayor del país, dicen- que le da una apariencia característica.

La espectacular bóveda de la catedral
Como cabía esperar y pueden ver en la foto de cabecera, los estudiantes nos juntábamos por afinidades y cada grupo solía ocupar una zona determinada del parque, tal cual fuéramos bandas juveniles. Pero ése era todo el parecido porque, tirados lánguidamente sobre el verdísimo césped, pasábamos la tarde en medio de conversaciones inanes, cuya futilidad pueril sólo se rompía en las pullas que nos soltábamos sobre nuestros países de origen o los apodos que nos adjudicábamos; a mí me llamaban Itsthesame, resultado de juntar las palabras de la expresión It's the same (Me da igual) que yo solía decir cuando me daban opciones a elegir.

El parque tenía su punto divertido. Por un lado estábamos los grupitos  estudiantiles. Por otro las ancianas, que con sus ropajes de colores vistosos y una animada vida social parecían venir de un planeta diferente, al menos a ojos de un adolescente, del de las españolas, por aquel entonces siempre de luto y actitud huraña. También estaban los musulmanes, con sus exóticas vestiduras y sus mujeres envueltas hasta los ojos, que ejercían una inevitable fascinación en mi porque España aún no había empezado a recibir inmigración y nunca había tenido ocasión de ver algo así en vivo. Como iban siempre en fila india lo más cercano que tenía para compararlos era la Güestia (versión asturiana de la Santa Compaña gallega, una procesión de ánimas en pena ataviadas con largas sábanas), algo reforzado por el hecho de que se aparecían de pronto en los lugares más insospechados; jamás en bares o discotecas, siempre en callejones solitarios o esquinas sorpresivas y, a menudo, en horas nocturnas-, nunca supe por qué.

Otro colectivo asiduo del parque era el de los punkies. Dado que apenas nos habíamos adentrado en los ochenta, todavía coleaba el movimiento punk setentero y pervivían las cazadoras de cuero con tachuelas, las crestas capilares policromadas y los ecos de Sex Pistols, The Clash o The Damned. Con los españoles no se metían pero a los franceses los tenían fritos y cada vez que les oían hablar empezaban a croar en tono de burla, porque a los gabachos les llaman froggies (ranitas). ¿La causa? Pues que se supone que debían saltar el Canal de la Mancha como batracios para llegar a las Islas Británicas. Digo yo que eso ocurriría también a la inversa y con más razón, pero a un inglés no se le ocurre esa posibilidad; recuerden el divertido aforismo "Niebla sobre el canal; el continente aislado".

Algunas de las amistades que hizo Kuakman

Ahora bien, que conste que también tuvimos nuestros más y menos con los punkies. Un día se nos acercaron algunos y, quizá confundiéndonos con franceses, quizá por la borrachera que llevaban encima o quizá para hacer gala de su escasez de materia gris, uno de ellos le arreó de pronto un puñetazo a un amigo. Hirvió la sangre española ante la derramada y nos lanzamos contra los agresores intercambiando golpes prácticamente a los gritos guerreros de ¡Santiago! ¡Cierra! y ¡Desperta ferro!. Pero el único ferro que despertó fue el local: los -a su pesar- hijos de la Gran Bretaña tiraron de navaja y se impuso una retirada estratégica. La Armada Invencible rompió su formación y sus integrantes salimos corriendo en todas direcciones; entre nuestra juventud y el estado etílico del enemigo, conseguimos dejarlo atrás; en velocidad les ganamos sobradamente.

Salvé la integridad física pero en el trance perdí un zapato, cual  Ceniciento, y aunque más tarde, ya despejado el campo de batalla, volví a buscarlo, no lo encontré. Acaso se lo llevaron los macarras anglosajones como botín de guerra. Pero lo peor fue que la patrulla de la policía que se acercó al lugar, presumiblemente alertada por algún vecino alarmado, no encontró más que un jovezno extranjero despeinado, con los faldones de la camisa por fuera y al que le faltaba un zapato, como si acabara de pelearse él solo con medio Exeter. Eso en sí no era malo, ya que no siempre uno puede aparecer como un heroico gladiador hispano tipo Máximo Décimo Meridio; lo humillante fue que a los policías les importó un pimiento mi historia, pues intercambiaron miradas, se atusaron la gorra... y se largaron en dirección contraria a donde yo les indicaba que se habían ido los punkies. God save the punk.

[continuará]

Foto exterior catedral: Philip Capper en Wikimedia
Foto interior catedral: Wanner-Laufer en Wikimedia 

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