El Castillo de Medellín


Si digo que en Medellín se puede visitar un encantador castillo con rincones que parecen sacados del cuento de Cenicienta, más de uno pensará que no tiene nada de extraordinario, habida cuenta que en España hay censados más de dos millares y medio. Si puntualizo que se trata de Medellín, Colombia, la cosa puede cambiar un poco pero tampoco será rara y enseguida se deducirá que hablo de una fortaleza española de tiempos del virreinato de Nueva Granada. Ahora bien, si encima añado que no tiene nada que ver con los conquistadores y que su aspecto tira más al estilo romántico decimonónico, entonces seguro que me exigen que lo explique. Pues nada, manos a la obra. 

Toreecillas ojivales de fantasía por todas partes

El inicio de todo se sitúa en una de las familias más ilustres y acaudaladas de la ciudad antioqueña, la Tobón Uribe, cuyo representante más conocido fue el excéntrico empresario y filántropo, Pablo pero que en este tema deja el protagonismo a su hermano José. Éste había estudiado Medicina en París y se enamoró, como no podía ser menos, de una de las escasas bellezas que no había en su país: los impresionantes castillos del Valle del Loira
 
A principios de los años treinta regresó a Colombia y, puesto que el dinero no era problema, se le metió entre ceja y ceja la idea de levantar en su tierra una de aquellas espléndidas construcciones. Para ello se había llevado consigo unos planos, así que compró un terreno en las colinas de El Poblado, una zona alta que dominaba Medellín, y contrató al arquitecto Nel Rodríguez, de la constructora H.M Rodríguez, para dirigir las obras.

Plano del Castillo y los jardines que lo rodean

De esta forma, en el mismo lugar que antaño ocuparan tribus indígenas como los aburraes, peques, yamesíes, ebéjicos, maníes o noriscos, de pronto se alzó algo tan opuesto -casi extemporáneo- como un castillo neogótico, con la característica decoración de fantasía propia de ese estilo: torres y torrecillas con rojos tejados en punta, almenas, ménsulas, arcos ojivales, balcones de piedra, fuentes, escalinatas de mármol, balaustradas... El interior no le iba a la zaga en belleza, aunque sumando el extra de la comodidad: artesonados, vidrieras, escaleras espirales, arañas de cristal, camas con dosel, alfombras exquisitas...

La balaustrada de la fachada principal
 
Parte de toda esa ornamentación se debió a su siguiente dueño, ya que Tobón Uribe se lo vendió en 1943 a Diego Echevarría Misas, un rico industrial con ancestros locales -él también se había educado en Europa- que igualmente había desarrollado una intensa actividad benéfica y que decidió instalarse en aquel lugar de cuento con su esposa alemana Dita y su hija Isolda. Echevarría amplió el inmueble entre 1956 y 1970, siguiendo unos planos de Dufau importados desde Francia, y lo embelleció aún más con una importante colección de arte, aparte de habilitar unos preciosos jardines. 
 
La historia, sin embargo no fue tan feliz como pudiera parecer porque la tragedia se abatió sobre la familia por partida doble: primero, Isolda enfermó mientras estudiaba en EEUU y terminó falleciendo, con lo que el matrimonio quedó sumergido en la amargura; segundo, en 1971 Echeverría fue secuestrado en su propio automóvil por una conocida banda local, la del Mono Trejos, y terminó asesinado, apareciendo su cadáver días después.



Este siniestro capítulo precipitó ese mismo año el deseo, previamente expresado por el finado, de donar lo que ya era conocido como El Castillo a la ciudad, para ser convertido en museo de arte. De esta manera, Medellín contó con un equipamiento cultural y turístico más que sumar al puñado de ellos que facilitaron la asombrosa transformación de la urbe, enterrando su relación casi simbiótica con el narcotráfico, su violento pasado consecuente y la mala fama que en ello devino.

Medellín, al fondo, visto desde la balaustrada de piedra de la fachada principal

El Castillo, decía, es hoy un museo (regido por una fundación privada sin ánimo de lucro) que reúne una buena muestra de obras de artistas colombianos y europeos de casi todas las artes. Hay pintura y escultura, pero también vajillas y porcelanas, muebles decimonónicos, cristalerías, instrumentos musicales, bronces, espejos, mármoles... Parte de ese patrimonio se saca a la venta tres veces al año, en un inaudito bazar que se celebra los meses de abril, mayo y octubre, y que supone llenar el gran salón del edificio de multitud de magníficas piezas de anticuario.

La Sala de Música
 
La visita permite ir descubriendo las espléndidas estancias, desde las salas con nombre propio como la Luis XV (llamada así por el estilo de su mobiliario, -aunque también lo tiene Luis XVI- con retratos de la familia cubriendo las paredes), la Colonial (decorada con una espléndida pieza de porcelana de Sèvres y varias pinturas y esculturas), la de Música (con butacas y divanes dispuestos alrededor de un piano de cola y varias porcelanas chinas) o la de los Gobelinos (cuyo nombre se debe a los tapices con motivos de pintores clásicos como Boucher, Fragonard o Caravaggio); desde esas salas, digo, a las habitaciones privadas de cada miembro de la familia, de las que impresiona especialmente la de Isolda cuando era pequeña porque luce tal cual fue dejada al recibirse la noticia de su muerte y la colección de muñecas, la cuna y el cochecito de bebé producen un extraño desasosiego.

La habitación infantil de Isolda

El dormitorio de Diego Echevarría
La habitación de Dita

También hay un elegante, enorme y diáfano comedor con ventanas ojivales -es donde se exponen las piezas en venta-, una biblioteca de la que parte una fascinante escalera helicoidal de madera a la torre, y la llamada Habitación de los Recuerdos (que acoge una colección de documentos personales de la familia, como cartas y fotos). El mismo hall de entrada es una especie de minimuseo que sirve para ir haciéndose una idea de lo que aguarda en el interior. 
 
En realidad hay más dependencias, pues faltaría reseñar las salas de Arte (para exposiciones temporales), de Arte Decorativo (para artes y oficios como tejido, bordado, diseño, elaboración de belenes...) y de Conciertos-Teatro. Al fin y al cabo, el Castillo es también un centro cultural que acoge escuelas taller, celebra eventos variados e incluso sirve de espléndido telón de fondo para reportajes fotográficos de bodas.

La biblioteca
 
Antes o después de la visita - según prefiera cada uno- se puede disfrutar de los magníficos jardines, que reúnen modalidades diversas: el Francés (inspirado en las simétricas creaciones de Le Notre), el Tropical (que recuerda una selva por su frondosidad), el Japonés (pretende enlazar mística y estética), el Contemporáneo (combina proporciones geométricas renacentistas con el orientalismo y la tecnología actual), el Nativo (con especies autóctonas) y, por último, el Patio de las Azaleas (de inspiración andaluza, con fuente, faroles y mosaicos). En total, 46.140 metros cuadrados verdes que se pueden recorrer siguiendo un sendero ad hoc.

Árboles exóticos en los jardines...

... y también aves. Papagayos concretamente
 
Fotos: JAF
Más información: Museo El Castillo

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