Casa Batlló, la guarida del dragón


Sea como una reacción de prevención instintiva hacia serpientes y cocodrilos en sociedades primitivas, sea como explicación para las osamentas fósiles que se encontraban en otros tiempos, el dragón hizo fortuna como criatura mitológica y además aparece en casi todo el mundo con una apariencia similar, aunque en Europa revistiese un carácter terrible y amenazador mientras que en Asia era benévolo y símbolo de buena fortuna.  Su descripción como una especie de reptil gigante con alas también es común, al igual que lo es asimismo su misión como guardián de algo. Además, la vinculación a la leyenda de San Jorge le otorga un carácter metafórico: el triunfo del caballero es el de la Fe sobre el Demonio y el pecado. Pero siendo este santo patrón de Barcelona (en realidad de muchísimos sitios más, tanto de España como del resto del mundo, pero es el que me interesa hoy) y estando la ciudad llena de dragones por todas partes, probablemente el icono dragontino por excelencia sea el que reposa sobre el tejado de la Casa Batlló, aun cuando sus formas no sean muy definidas (lo que, dicho sea de paso, lo hace más sugestivo).



Visité la casa Batlló en 2006, atraído, entre otras cosas, por la idea de cabalgar al dragón instalado en la azotea. Ya sé que eso de cabalgar al dragón suena un poco lisérgico pero ante la imposibilidad de conocer personalmente a Smaug, Haku, Falkor, Draco, Nidhogg, Drogon, Viserion o Rhaegal, ví la ocasión allí; uno no puede sustraerse al nombre que tiene y además era el mes de abril, el de la onomástica de la rosa y el libro. Pagué la entrada, cuyo precio se las trae, y entré audioguía en mano (o en oreja, para ser exactos). La casa Batlló es una de las que integran la Isla de la discordia, una manzana que debe su nombre a que en ella se junta pared con pared con la Casa Amatller y donde a continuación está además la Casa Lleó Morera, es decir, un trío de obras maestras de los tres grandes representantes de la arquitectura modernista: Antonio Gaudí, Josep Puig i Cadafalch y Lluís Domenech i Montaner. Las tres embellecen el Paseo de Gracia y encima tienen enfrente otra maravilla más, la Casa Milá.

El empresario Josep Batlló i Casanovas había comprado el inmueble en 1903 y, trocando su inicial idea de demolerlo por la de una reforma integral, encargó el proyecto a Gaudí, quien en un alarde de multifacetismo se ocupaba simultáneamente de la construcción de la Sagrada Familia, el Parque Güell y un par de cosas más; no en vano era ya un personaje de prestigio. A pesar de tanto trabajo, el resultado fue espectacular en todos los casos, bien es verdad que contando con un equipo de arquitectos ayudantes de su escuela. Fiel a su costumbre, Gaudí hizo un retoque tras otro a sus propios diseños, quitando unas cosas aquí y añadiendo otras allá. Entre esto y los problemas burocráticos derivados de haber iniciado las obras sin licencia, el trabajo no estuvo terminado hasta finales de 1912 ¡Si llegan a saber que setenta y dos años después formaría parte del Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO..!

De la casa original, concebida por Emil Casanovas en 1875, se conservaron elementos porque la reforma se centró, sobre todo, en la fachada, el patio, la azotea y el piso principal (donde, por cierto, residía Batlló). La primera es probablemente la parte más icónica gracias a los inconfundibles balcones en forma de antifaz (que, sin embargo, ya estaban en el edificio antes), los enormes ventanales con vidrieras de la planta noble (que parecen grandes bocas abiertas y dieron lugar a que se conociera el sitio como la Casa de los bostezos), el recubrimiento con trencadís (trozos de teselas de colores) y las características curvas óseas que dan al conjunto una apariencia daliniana (sus famosas formas blandas, como los relojes) o incluso gigeriana (en referencia al artista suizo H.R. Giger, el diseñador de Alien).



El mobiliario del hogar Batlló no se conserva in situ sino en el Museo del Parque Güell, pero quedaron algunos de los elementos integrados, como la chimenea o el techo decorado con relieves, todo ello diseñado personalmente por el propio Gaudí. Su mano también se deja notar en el patio, donde elementos tan característicos del modernismo como el hierro forjado y el cristal (pese a que en esas fechas ese estilo empezaba a ceder) se combinan para formar una gran claraboya que proporciona luz natural y que juega con la decoloración progresiva -desde el azul hasta el blanco- de los azulejos que cubren las paredes a medida que se desciende.

La curiosa chimenea
El ojo de Sauron se coló en la casa
Un singular adorno del techo

Igualmente, es muy gaudiniana la estructura del desván, donde una serie de arcos catenarios forman una bóveda apuntada que recrea el esqueleto de una ballena, recurso que se repetirá luego en la Casa Milá. Dadas las circunstancias, prefiero pensar que, más que de un cetáceo, era del propio dragón. En cualquier caso todo un lujo para la servidumbre, pues se alojaba allí; seguro que ningún criado imaginó nunca que un siglo después cientos de curiosos deambularían por sus dormitorios sacando fotos, oyendo describirlos por un raro aparato multilingüístico y contemplando extrañas proyecciones de luces y láser (concepto este último que sería heroico intentar explicarles).

El patio
El costillar de la ballena (o del dragón)

Pero faltaba lo más importante: la visita al dragón. Subí a la azotea y entre nuevos ejemplos de trencadís, grupos de chimeneas interpretando danzas helicoidales y sencillas barandillas de alambre, me encontré con el bicho. Iba a decir cara a cara pero mentiría; el dragón Batlló no muestra nunca su faz y se limita a exhibir su fantástico lomo de escamas anaranjadas jalonado por un espinazo de redondeadas vértebras polícromadas. Reposa plácida y confiadamente enroscado en torno a la torre cilíndrica que remata el edificio y que se encuentra a un lado para no ensombrecer la casa vecina. La cruz de cerámica que la corona se resquebrajó durante la cocción, lo que entusiasmó aún más a Gaudí, que decidió colocarla así en vez de hacer otra. Tanto mejor, porque parece la correspondiente cicatriz resultante de la lucha con el dragón por imponer la Fe, tal como contaba al principio. Ahora ambos contendientes han pactado un statu quo ante un tercer gladiador en liza: el turista.

La cruz de cerámica
El lomo del dragón
Fotos: JAF y Marta B.L.

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